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viernes, 12 de mayo de 2023

Teletransportándome

Sueños espaciales


Estoy muy contenta desde que han instalado el teletransporte en el barrio. He elegido poner la cabina en mi habitación. Es verde, eléctrica, de diseño. Parece una ducha. Yo no quería todos esos neones, esas luces, pero parece ser que el toque ciencia-ficción viene de fábrica. Funciona con un código personal y naturalmente mientras me deconstruyo y me construyo cuando viajo, la máquina hace un análisis genético y sanguíneo de toda mi estructura, análisis que es el que en realidad funciona como auténtico código de apertura, y que hace prácticamente imposible que alguien pueda entrar en mi casa. ¿Imposible? Y si fallara. Siempre lo he pensado: un desconocido saliendo de la cabina. Pero no, eso no puede pasar.

 

Lo pasé mal las primeras veces que viajaba: me tuve que tomar hasta calmantes, porque por mucho que veo en las noticias que todo el mundo lo hace y que no pasa nada, y no veo miembros descoyuntados ni seres humanos horribles mezclados con moscas, pues no podía evitar sentir una ansiedad exacerbante relacionada con mi posible y propia autodestrucción. Pero el solo deseo de no tener que pasar por delante de las cotillas que siempre se sientan en el portal para poder acceder a mi ático, "allá está, allá arriba, siempre inundado por el sol", me hizo perseverar. Tengo códigos personalizados que reparto entre mis invitados y éstos aparecen así, tan ricamente, en mi salón, inadvertidos a las cotillas de la calle.

 

No veas lo cabreadas que están las marujas de mi vecindario con este invento, desde que varios vecinos avezados nos hayamos apuntado a esta revolución y ellas no pueden controlar quién entra y quién sale. La que está indignadísima porque no vende nada es la gitana que vende ajos en la puerta de la urbanización, que te salía entre las sombras, a las siete de la mañana cuando yo iba a trabajar físicamente, andando, y te los plantaba en la cara y te gritaba: "¡¿quieres ajos?!", y tú creías que te transformabas, y te sentías por unos segundos una auténtica vampira dando manotazos desesperados para apartar de ti la cabeza de ajos que ella agitaba también desesperadamente delante de tus ojos.

 

Todavía no tengo códigos internacionales. Muy poca gente los tiene: diplomáticos, políticos de alto nivel. Todavía no saben cómo regular el invento, se ve que no les apetece que me plante en Japón esta tarde, así que por ahora sólo me traslado por la ciudad en la que vivo, como todo el mundo. Las agencias de viajes se tiran de los pelos ante el avance tecnológico, y oigo cosas en el telediario que no quiero creer, como la pareja que se amaba tanto que decidieron teletransportarse juntos y convertirse en una sola persona. Uf, siento escalofríos.

 

Me pregunto dónde iré esta noche. No todos los sitios tienen cabina de recepción de viajeros. Ojeo la Guía del teletransporte, revista de novísima y reciente publicación que informa de los locales de marcha que poseen el mecanismo. Leo Ay, Carmela: música española y ambiente selecto. Ah, mira qué bien, a éste nunca he ido.

 


 

Casandra

 

El mito de Casandra


- Casandra, debes ir, una mujer está a punto de ser asesinada. 

- ¿Tiene alguna posibilidad de sobrevivir? 

- No. El tío lo tiene todo calculado, esperará a que deje al niño en la guardería, y luego la seguirá por un callejón solitario, un atajo que ella siempre coge para tomar un café en un bar cercano.


Casandra revuelve desanimada los papeles del escritorio.


- Sabes que ése no es mi trabajo. Lo sabes. 

- Ya, ese cuento de que te has jubilado de trabajar en la trinchera, de estar en primera línea. Ahora te dedicas a la investigación, pero necesitamos a la mejor para esto. 

- De cuánto tiempo dispongo. 

- Poco. Sólo tienes dos horas hasta que abran la guardería. 


Casandra se dirigió con celeridad hacia la estación de Ada Byron, que conectaba con el mundo exterior, y se introdujo en uno de los ascensores de cristal. Cualquier puerta podía servir de salida una vez arriba, simplemente había que marcar el código correcto. Marcó el 577891 y apareció en el Mercado Central de una ciudad provinciana. Vio que la guardería todavía estaba cerrada y empezó a buscar al asesino en las inmediaciones. De pronto, vio a un hombre que estaba muy nervioso y que se palpaba una y otra vez los bolsillos de la chaqueta. 


- Es él. Y lleva un arma. 


Marcó un código en su pulsera personal y el chip de su cerebro hizo todo el resto, tomó fotografías del individuo y las comparó con las que le habían entregado en la Central, que se le aparecían delante de los ojos como imágenes consecutivas de ordenador. Comunicó con la Central y solicitó más información. Oyó la voz de la operadora directamente en su cerebro. 


- Sí, un mal tipo. Con antecedentes por maltrato. Ella está intentando dejarle desde hace mucho tiempo, pero no hay manera. Vamos, Casandra - y se ríe levemente al otro lado de la línea - hazle un favor a esa tía y quítale ya ese grano del culo. Ya sabes de la clase de tíos que te estoy hablando: obsesión enfermiza, no se cura con nada. 


Al poco, vio a la mujer que se acercaba con un niño de corta edad a la guardería y al asesino apostarse en una esquina observando toda la escena. Cuando la mujer salió, él la siguió por el callejón y Casandra fue detrás. Lo primero que hizo Casandra fue correr hacia él, y con un ágil movimiento le quitó el arma oculta en los bolsillos de la chaqueta y diluyó la pistola, convirtiéndola en un millar de bolitas de plomo que se desparramaron por la acera, ante los ojos incrédulos del hombre. 


- Mira, no la vas a matar. Ni ahora ni nunca. Desaparece. 


El imbécil todavía se retorció con una mueca de desprecio. 


- Igual todavía no has visto lo suficiente. 


Y directamente lo elevó a las alturas y lo hizo perderse entre las nubes. Pensó: más dura será la caída. Casandra corrió detrás de la mujer. En el bar le pasó una nota con direcciones de ayuda psicológica y una simple frase: él no te volverá a molestar más. Cuando Casandra decidió que la nevera de las tartas era una puerta estupenda para volver al Mundo Interior - qué ganas tenía de poder dedicarse de lleno a la investigación - , y mientras marcaba el código de su departamento, todavía pudo ver a la mujer irrumpir en sollozos, sintiendo una esperanza, un renacer, una catarsis de miedos y emociones, que se elevaba por encima del techo de la cafetería y mucho más allá. 


Buen trabajo, Cassandra. Ahora, a estudiar.

 


 

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